sábado, 1 de agosto de 2009

Tarde de perros

Era lo que se llamaba, un verano de perros. Igual se trataba ya de un imaginario impregnado por los libros que se amontonaban en el escritorio o por las fotografías que casi podía tocar a través de la pantalla del ordenador, pero lo cierto es que él percibía esa estación con tonalidades pastel. Quizá su retina se había dulcificado – o edulcorado, para quién esté a régimen- quizá se debía simplemente a ése estado de somnolencia permanente –pasaba las noches dibujando- que tiene como efecto un progresivo reblandecimiento del córtex cerebral.
Podía tocar, oler, saborear con la misma intensidad el murmullo del levante correteando entre las hojas de los árboles. Sostenía el tiempo en las rendijas de una persiana entreabierta, y lo dejaba correr con una manzana que accidentalmente caía al suelo.

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